Una filosa daga florentina
Regresé a Buenos Aires por un trabajo. Encuentro lo que no se perdió y lo restituyo a quien me contrata. Soy un especialista que no figura en las guías de profesionales. ¿Conforme? En este caso me habían adelantado una pequeña fortuna, sin regateos. Lo que siempre significa que la cosa apesta, o que alguien está desesperado. Cuando nos vimos en un café de Montmartre para ajustar el acuerdo, a mi cliente, el más reputado erudito sobre vida y obra de Leonardo Da Vinci, le temblaban las manos. El tipo, pongámosle “XXL” porque era muy gordo, aseguraba que el último integrante de una comuna anarquista del barrio de La Boca tenía un tesoro. Unos papeles de Leonardo Da Vinci que darían al carajo con todo lo que se sabía de su vida hasta la fecha. Yo tenía que conseguirlos, como fuera —por derecha o por izquierda, por persuasión o silenciador—, para entregárselos en el menor tiempo posible. Si de verdad había un “tesoro”, ya vería si se lo entregaba o hacía el negocio por mi cuenta.